Foto de Alberto Díaz Korda
Mi abuela tenía una fe inquebrantable en mi capacidad para contar historias, ella me había visto a los tres años inventar cada mañana una fábula para mi abuelo, porque era el peaje que me pedía para ver cómo le daba de comer a los gorriones.
Cada noche yo rezaba a un dios tutelar de los cuentos que me mandara sueños bonitos y así tener algo que relatar a la hora del desayuno en la galería. Y por la mañana la vida me sonreía : los bosques tenían árboles parlantes que nunca asustaban a las niñas, y los lobos eran animales dóciles cuya dieta básica consistía en regalices y merengues que llevaban en abundancia, siempre dispuestos a compartirlos con las gentiles criaturitas que lo solicitaran.
Para mi vergüenza no siempre fuí fiel a mi verdadera vocación. La culpa la tuvo una muñeca regordeta de pelo corto y rizado, primera y única que me dejaron los Reyes, que despertó en mí un deseo impuro de convertirme en peluquera. De la cesta de costura hurté unas tijeras, las más pequeñas; y distraje el bolígrafo de hacer crucigramas que se había quedado sobre el periódico abierto, abandonado, a merced de las descuideras.
Tras lavar la cabeza de aquella gordinflona y pedirle que se sentara en el sillón, me dispuse a cortarle el pelo sin miramientos, porque me pareció percibir una pandilla de desaforados piojos entre los matojillos ralos que se ordenaban circularmente en torno a la coronilla. Tuve que igualarla a conciencia, probando con ello que esta nueva inclinación mía hacia el mundo de la estética iba muy en serio. El resultado final fue la masculinización definitiva, irreversible, de la muñeca. Por eso era necesario utilizar el bolígrafo de los crucigramas. Para rematar la imagen del nuevo cliente necestitaba unas gafas, como las de mi abuelo, y me dije que no le sentaría nada mal un bigotillo, también como el de mi abuelo, que pasé inmediatamente a pintar. No estaba demasiado contenta con el tono azul del bolígrafo, pero una niña de tres años, y en aquellos tiempos, no disponía de muchos artículos de escritorio.
Entusiasmada como estaba con mi recién estrenada profesión, no me había percatado de que en la casa había mucha gente que podía informar de mis espurias actividades al público entregado que cada mañana escuchaba atentamente mis cuentos. Enseguida fuí llamada a la galería e interrogada sobre mis actividades.
Con gran disgusto devolví las tijeras, el bolígrafó y mostré el cambio de sexo llevado a cabo en la muñeca gorda. No sirvieron de eximente las explicaciones sobre la farra que los piojos se daban en la coronilla de plástico del juguete, ni que las gafas eran del todo imprescindibles o que el bigote hacía juego con ellas.
Me indujeron a prometer que desistiría de mi vocación de peluquera para siempre y que volvería al buen camino de contar mis sueños cada mañana a la hora del desayuno.
Creo que desde entonces fuí reacia a peinarme y más tarde las monjas me pegaron por tener enredos en la nuca..pero eso es otra historia.