Mucho mejor y más importante La alfabetización Que el arduo aprendizaje De la muerte Aquella te acompañará toda la vida E incluso te proporcionará Alegrías Y una o dos desgracias ciertas Aprender a morir En cambio Aprender a mirar cara a cara a la Pelona Sólo te servirá durante un rato El breve instante De verdad y asco Y después nunca más
Epílogo y Moraleja: Morir es más importante que leer, pero dura mucho menos. Podríase objetar que vivir es morir cada día. O que leer es aprender a morir, oblicuamente. Para finalizar, y como en tantas cosas, el ejemplo sigue siendo Stevenson. Leer es aprender a morir, pero también es aprender a ser feliz, a ser valiente.
Llevamos años envolviendo nuestras palabras en láminas de plástico. No nos tocamos. No se rompe la suave red que nos envuelve, ni cuando discutimos. Por alto que me hables, por muy fuerte que pronuncies mi nombre, todo me llega amortiguado, no traspasa el velo, que se ha hecho más grueso con el tiempo.
Un día decides mandarme un trozo de carne palpitante, encerrada en papel de estaño. Y yo te contesto con una tartera de sensualidad congelada.
Creo que fue en "La vida exagerada de Martín Romaña" de Bryce Echenique, que era muy amigo del hondureño y lo describe en el París de los años 60, o más tarde con las "Cartas a un joven novelista" de Vargas Llosa, cuando leí por primera vez el que se consideraba el relato más breve de la literatura:
"Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí"
de Augusto Monterroso. No estoy segura de si el Briceño contaba el cuentito o se perdía en alguna anécdota de borrachera y farra. Pero sí puedo afirmar que en el libro del peruano hay un análisis prolijo de esas dos oraciones desde una perspectiva literaria que ya no puedo recordar, pero que profundizará mejor que yo seguro. Vargas Llosa es un extraordinario lector y crítico.
Traigo aquí el asunto porque hace poco un amigo, que asiste a un taller literario presencial, me mandó su versión sobre este relato y era muy gráfica, casi cinematográfica: breve, sensual, con final negro, es decir, asesinato inesperado. Me gustó, aunque no tiene nada que ver con la idea que se enquistó en mi cabeza la primera vez que leí el cuento de Monterroso y que me condiciona absolutamente.
Tiene que ver con un chiste que me contaron siendo niña y que no me hacía ninguna gracia, más bien me causaba estupor, quizá porque soy muy crédula. Un hombre acudía semanalmente a la consulta de un siquiatra porque vivía obsesionado con el cocodrilo que veía bajo su cama. A pesar de la terapia, su estado no mejoraba; durante un mes no apareció por la consulta, alarmado, el médico llamó a su casa. Preguntó por el paciente y le respondieron que falleció; el médico después de dar el pésame se interesó por la causa de la muerte y le contestaron que se lo comió un cocodrilo.
El cuento de Monterroso para mí guarda semejanza con este diabólico chiste: los sueños, las pesadillas, pueden hacerse realidad, pueden estar ahí, todavía, aun después de haber despertado. La vida puede ser igual a la ficción que siempre hemos temido, todo lo terrible puede suceder, aparecer ante nuestros ojos con absoluta naturalidad.
En ocasiones busco en mis viejos cuadernos cosas que me puedan servir, reutilizables, como quien entra en un desván esperando encontrar tesoros olvidados.
Y suele ocurrir que cuando se entra en un cuarto de trastos viejos el tiempo se detiene y se nos hace de noche sin darnos cuenta, sorprendidos, mirando objetos raros que nos transportan a tiempos remotos.
Mis viejos cuadernos son edificios derribados, baúles polvorientos, vertederos de palabras huecas, conocidas, sobadas, cementerios secos.
Ésa ya no soy yo.
Y no sé si sonreir.
Las palabras que busco no están en el repertorio de ayer. Hoy me toma mucho tiempo encontrarlas, porque las visualizo en un paisaje complejo, quizá más amplio, y sé que existe un nombre pero no siempre el nombre viene a mi mente a la primera, a veces tengo que leer mucho para que aparezca. Mi escritura se ha hecho muy lenta, destilada al ritmo de un pensamiento más articulado, detenido, que necesita un soporte sólido, que no siempre encuentro.