Mi madre tenía algunas características verdaderamente únicas y especiales que la hacían irrepetible. De joven se parecía a
Barbara Stanwyck, pero en morena y más guapa, para mi gusto, además no arrastraba a los hombres a la perdición, aunque siempre tuvo un puntito de malvada de película.
El primero de los rasgos que la caracterizaban era su manía de contar chistes en las reuniones más concurridas, no podían ser ni verdes, ni crueles, ni anticlericales. El problema es que Madre, aunque criada en Andalucía, no era andaluza por mucho que ella lo creyera y solía empezar los chistes por el final, estropeándolos por completo. Ante esa anomalía uno debe abstenerse siempre de contar la menor anécdota (yo, por ejemplo he heredado eso y jamás cuento un chiste, incluso si estoy borracha), pero ella era inasequible al desaliento y llegó un momento en que todos estábamos deseando que los contara para comprobar cómo se cumplía su torpeza... y ésa terminó por constituir su gracia.
El segundo rasgo también resultaba muy divertido: lloraba siempre que hablaba en público (si no se trataba de contar chistes). Si el tema era relacionado con Dios, lloraba nada más levantarse del asiento, pero si el tema era por ejemplo "la cría de la perdíz roja", también lloraba porque, en algún momento de su disertación, se establecía una sinapsis neuronal en su cerebro que unía a la perdiz roja con los planes de Dios y puede que a la tercera frase su pensamiento se cortara y un manatial irreprimible de lágrimas surgiera de sus ojos dejando al auditorio con un nudo en la garganta, aplaudiendo a raudales a una señora que ya no volvería a abrir la boca. Mi padre, que sí tenía el don de la palabra, llevaba muy mal esta "cualidad" de mi madre que emocionaba a la gente a la tercera (y última) frase, cuando él tenía que prepararse duramente sus discursos para hacer entrar en calor al público.
Nosostros, en casa, cruzábamos apuestas a ver cuántas palabras era capaz de decir sin llorar, porque el caso es que Madre se empeñaba en darnos discursos en casi todos los eventos familiares, que siempre eran multitudinarios, y como la que guisaba (y lo hacía muy bien) era ella, allí aguantábamos. Afortunadamente los monólogos versaban sobre Dios y su amor, así que duraban poco.
Yo, que me he jactado toda mi vida de parecerme a mi padre en el don de la palabra, con los años estoy cada vez más llorona, y ya tampoco se me ocurre dar discursos sobre nada de nada, en ningún contexto y bajo ningún concepto, por aquello de la sinapsis.
El tercer rasgo que caracterizaba a mi madre era el amor y la protección por todo lo que tiene vida. Una vez criados sus diez hijos, fueron pasando por su casa numerosísimos animales, plantas y nietos. Yo la veía hacer, atender y mimar con la sensación de presenciar algo destinado a la extinción, pensando: "esto nunca más se hará así de bien".
Allí en su casa acababan lustrosos los pollitos asténicos de las ferias; los pulgosos gatos callejeros; los perros desobedientes; los apestosos patos , tan encantadores cuando chiquitos y luego tan feos una vez han crecido; los canarios que no crían, criaban con ella; y el famoso galápago, que era una tortuguita pequeñita, tan mona que cabía en una pecera diminuta, pero que creció y olía mal y alguien fue contando que transmitía no se qué enfermedad. Acabó en el jardín de la casa de mis padres.
Y se perdió en él durante una semana en la que todos lo dieron por muerto. Pero una mañana cuando Madre iba para la cocina lo vio en medio del jardín y lo llamó, con su voz de hablar, durante sesenta años, a los niños, a los perros y a todos los bichos vivientes de la naturaleza, y mi madre no sabría contar chistes, ni hablar en público, pero vive dios que se había pasado toda su vida comunicándose con los niños y los animalitos de dios. Así que el galápago volvió su aburrida cabeza hacia ella y comenzó a andar en su dirección. Madre le preparó un barreño de agua limpia para que se bañara y un cuenco con hojas frescas de lechuga y jugosos gajos de tomates rojos, muy limpios, como para una persona con poco apetito. Algunas noches, si lo encontraba cerca, le hacía una tortilla francesa.
Cada mañana ambos habían establecido un protocolo de acercamiento. Madre hacía ruído con las zapatillas al principio del pasillo y el galápago echaba a correr, desde las puntas de sus uñas, arrastrando a toda velocidad su caparazón donde estuviera, para llegar a tiempo a la puerta del jardín. Allí le hablaba un rato mientras le limpiaba el barreño y le cambiaba el agua y, después del baño, el desayuno lo hacían juntos.
Hasta que un mal día alguien le dio la noticia de que el galápago era una especie protegida y en extinción, que había que devolver a su hábitat porque además estaba el asunto de la multa. No tanto por la amenaza como porque le habían tocado su fibra cívica, llamó al AMA (Agencia del Medio Ambiente), le pusieron con el técnico de turno que de forma aburrida y mecánica le informó de lo que podía hacer: "Muy fácil señora, los galápagos son quelonios de agua dulce, así que lo devuelve usted a ese ecosistema, da igual el que sea, lo lleva usted al que tenga más cerca de su casa, si es el Guadaira (río infecto donde los haya), o si es una charca en medio del campo, que él ya sabe lo que tiene que hacer, que la Naturaleza es sabia".
Mi madre no lloraba precisamente cuando se enfadaba y en ese momento estaba indignada: "Me está usted diciendo que a ese galápago, que viene cada mañana a saludarme, corriendo tanto como puede el pobrecito, al que le cambio el agua del baño cada día, al que le doy lechuga y tomate fresco por las mañanas y tortilla francesa por las noches, a ese galápago ¿quiere usted que lo tire yo a cualquier charca? ¿como si yo no tuviera corazón?" La voz de mi madre podía ser temible cuando se enfadaba, por eso al otro lado del teléfono se hizo un silencio largo. El hombre por fin suspiró y le dijo: "Mire usted señora, yo negaré lo que le voy a decir pero, quédese con el galápago, mejor que con usted no va a estar con nadie".
Yo, con los años, espero heredar también este tercer rasgo.